Por Alonso Taddei
Hace 20 años, en 2004, a mis trece, las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco y el contexto social —encabezado por un hombre que daba de qué hablar diariamente, Andrés Manuel López Obrador— fueron parte de mi despertar político, de descubrir mi interés por la cosa pública, por lo social.
Apenas en estos días, en el marco de la despedida del hombre que ha marcado millones de vidas y le ha regresado la dignidad a nuestro pueblo, medité que, de alguna u otra manera, la ruta de mi pensar y de mi vida han girado en torno a este ilustre personaje.
Quizás, de manera incomprensible para muchos, he hecho míos y he tomado como propios sus postulados: entender lo público como algo de todas y todos; que es un imperativo ético pensar en los otros, en los que por mucho tiempo estuvieron olvidados, en los pobres; que la política es priorizar entre disyuntivas; que para trascender hay que ser probos, tozudos, necios e íntegros; que la historia es fundamental para comprender de dónde venimos y hacia dónde ir y que el amor debe regir nuestras vidas, así como la honestidad debe regir la vida pública.
Ser obradorista me llena de orgullo. La militancia en lo colectivo conlleva la responsabilidad de defender ideales. No ha sido fácil sortear los caminos de la vida cargando esa etiqueta. Rebatir los recurrentes argumentos (en su mayoría impregnados por las opiniones de los intelectuales orgánicos y los medios hegemónicos) del lugar común: fanático, chairo, vamos rumbo a la dictadura, somos Venezuela, etcétera; o discutir con las y los faltos de conciencia de clase, que desde el pedestal del privilegio asumen que sus ojos ven una realidad homogénea: la realidad que ellos quieren ver.
Mi militancia en el obradorismo estuvo sujeta a los procesos que transitaba en la vida, pues se recrudeció y afianzó en 2009, cuando tuve la oportunidad de conocerle en un recorrido por Sonora, de esos que hizo más de tres veces antes de ser presidente. A partir de escucharlo en persona, decidí depositar toda mi confianza en la travesía de un hombre que prometía cambiar el país.
En 2012, apoyé en la medida de mis tiempos y posibilidades, principalmente el día de las elecciones, en el cuidado del voto, pensando que era lo más importante para evitar otro 2006.
Durante el fatídico sexenio de Peña Nieto y a la mitad de mi recorrido por la universidad, mi activismo creció, siendo un período convulso, de debate constante en redes, en espacios de discusión, también muchas manifestaciones (nos opusimos a la imposición del telepresidente, al pacto por México, a la desaparición de los 43, entre otras cosas). Además, me involucré en algunas actividades de MORENA universitaria, antes de convertirse en partido político.
Es hasta 2018 que me adentro en la dinámica político-electoral, cuando me toca coordinar, con un par de compañeras y compañeros de lucha y en condiciones precarias, los esfuerzos para sumar el voto joven al proyecto de izquierda en el estado. Durante esa etapa entendí que la esperanza mueve masas y ratifiqué que el motor del hoy mandatario del país no era otro más que el amor por el pueblo.
Se ganó y lo demás es historia. Ha sido un honor contribuir desde ésta y otras diminutas trincheras en la revolución de las conciencias.
¿Qué hacer después de AMLO? No sé. A lo mejor lo más fácil es seguir su ejemplo, lo que nos lleva, sin darnos cuenta, a militar en el obradorismo, en ese algo que no tiene fecha de caducidad y que se vislumbra en la posteridad.